La Corte de la Haya le negó el mar a Bolivia. Una vergüenza
La Corte de La Haya dijo que Bolivia no tendrá salida al mar y que de eso no se habla más.
Triste, porque cuando hace más de 100 años se libró "la Guerra del Pacífico", Bolivia tenía un pequeño puerto llamado Mejillones, y ahí flameaba su bandera.
Chile ante la "invasión de Perú" tuvo que salir a conquistar territorios peruanos para no ser "invadida". Lo cierto es que estos territorios peruanos tenían sal (el salitre era el dinero en esos años) y cobre, mucho cobre.
Así, luego de una pequeña guerra que duró "dos días", Chile se quedó con varias ciudades peruanas (Tocopilla, Iquique, Arica) y entre estas estaba la pequeña salida al mar de Bolivia, el pequeño puerto de Mejillones.
Hoy, La Haya (que no evidentemente no quiere revolver la historia porque es inevitable encontrar intereses económicos de las grandes potencias aún hace más de 100 años) prefiere decir que ya ese reclamo es viejo y que Bolivia no tendrá mar.
Nosotros desde aquí nos quedamos con una verdadera joya de la literatura que el genial Mario Benedetti nos dejó:
Un boliviano con salida al mar, es su título y empieza así...
Un boliviano con salida al mar
(Despistes y franquezas, 1989)
Nunca he podido confirmarlo, pero dicen que en plena guerra de las Malvinas le preguntaron a Borges qué solución se le ocurría para el conflicto, y él, con su sorna metafísica de siempre, respondió: «Creo que Argentina y Gran Bretaña tendrían que ponerse de acuerdo y adjudicar las Malvinas a Bolivia, para que este país logre por fin su salida al mar».
En realidad, la ironía de Borges (siempre que la cita sea verdadera) se basaba en una obsesión que está presente en todo boliviano, ese alguien que siempre parece estar acechando el horizonte en busca del esquivo mar que le fue negado. Tiene el Titicaca, por supuesto, pero el enorme lago sólo le sirve para que crezca su frustración, ya que en vez de conducirlo a otros mundos, sólo lo conduce a sí mismo.
De todas maneras, cuando algún boliviano llega al mar, aunque éste sea ajeno, siempre se trata de un blanco, nunca de un indio. Hubo un indio, sin embargo, nacido junto a las minas de Oruro, que por un extraño azar pudo alcanzar el mar prohibido.
Debió ser un niño simpático y bien dispuesto, ya que una dama paceña, que estaba de paso en Oruro y pertenecía a una familia acaudalada, lo vio casualmente y se lo trajo a la capital, allá por los años cincuenta. Rebautizado como Gualberto Aniceto Morales, aprendió a leer y aprendió a servir. Y tan bien lo hizo, que cuando sus patrones viajaron a Europa, lo llevaron consigo, no precisamente para ampliar su horizonte sino para que los auxiliara en menesteres domésticos.
Así fue que el muchacho (que para ese entonces ya había cumplido quince años) pudo ir coleccionando en su memoria imágenes de mar: desde la tibieza verde del Mediterráneo hasta los golfos helados del Báltico. Cuando al cabo de un año sus protectores regresaron, Gualberto Aniceto pidió que lo dejaran viajar a su pueblo para ver a su familia.
Allí, en su pobreza de origen, en la humilde y despojada querencia, ante la mirada atónita y el silencio compacto de los suyos, el viajero fue informando larga y pormenorizadamente sobre farallones, olas, delfines, astilleros, mareas, peces voladores, buques cisternas, muelles de pescadores, faros que parpadean, tiburones, gaviotas, enormes transatlánticos.
No obstante, llegó una noche en que se quedó sin recuerdos y calló. Pero los suyos no suspendieron su expectativa y siguieron mirándolo, esperando, arracimados sobre el piso de tierra y con las mejillas hinchadas por la coca. Desde el fondo del recinto llegó la voz del abuelo, todavía inexorable, a pesar de sus pulmones carcomidos: «¿Y qué más?».
Gualberto Aniceto sintió que no podía defraudarlos. Sabía por experiencia que la nostalgia del mar no tiene fin. Y fue entonces, sólo entonces, que empezó a hablar de las sirenas.