Estuvimos nuevamente en La Paz, Entre Ríos. Conocimos una joya...
Me habían hablado mucho de “La Esmeralda” pero no la conocía personalmente. Hasta que fui...
Por agua, muchas veces yendo a pescar pase cerca suyo, de su casco, de la casa nueva, de los perros que ladran, de su césped verde y de sus barrancas barrosas.
Nada más.
Dios mío, lo que me perdía,.
Daniel Raspini me invitó a conocerla y junto a uno de sus hijos, Genaro, quedamos un domingo para almorzar “pastas caseras con estofado de….”. No tuvo que convencerme mucho para aceptar.
Aprendí a lo largo de viajes, conociendo gentes y lugares, que cuando alguien te invita a comer “campo adentro” te vas a remontar a sabores y aromas iguales a cómo se cocinaba hace siglos, cuando empezó a nacer el sentimiento de “argentinidad” que lamentablemente de a poco vamos perdiendo.
Y otra vez no me equivoqué, ese almuerzo en “La Esmeralda” fue sin dudas la puerta de entrada a uno de los tesoros más hermosos que tiene La Paz, Entre Ríos.
A sólo 15 kilómetros de La Paz
Desde el arco de acceso a la ciudad de La Paz se debe tomar la ruta 12 hacia el norte y transitar hasta el km 613, donde a la izquierda nace un camino de tierra que luego de cuatro kilómetros nos lleva hasta la orilla de un río Paraná que aquí parece manso, como relajado.
El casco de la estancia es blanco y los marcos de las ventanas verdes al igual que la puerta principal, de la que sale Daniel feliz con su mano al aire para darme la bienvenida (me entero luego de un rato de charla que al primer casco original se lo fue llevando el río) y me dice haciendo una seña tipo “por ahí” que estacione en cualquier lado.
Apago el motor de mi auto, y el silencio se apodera de todo. Bajamos del auto y el sol invernal nos recibe tibio, y lo primero que me llama la atención es un algarrobo gigante cuyas ramas y raíces es imposible no mirar.
“Tiene alrededor de 500 años. Lo vio todo”, me cuenta Daniel y agrega “lo primero que hago cuando llego al campo es ver si sigue en pie, ahí me relajo…”.
Cien años sin soledad
Entramos a la casa y mis ojos no saben donde parar, donde dejar de sorprenderse. Sombreros y abrigos cuelgan de un hermoso perchero que oficia de llegada a un lugar cálido.
Hace muchos años, María Kennedy se casó con Florencio Crespo y tuvieron 11 hijos. Una de ellas fue Flora Rufina Azucena Crespo Kennedy que se casó con Pedro Carlos Raspini y tuvieron 4 hijos: los primeros fueron Carlos y Ricardo, y mientras buscaban a “la nena” llegaron los mellizos Mario y Daniel Raspini.
“Vení, vení Pablo”, me dice Daniel y me lleva al corazón de la casa, al lugar donde desde tiempos inmemoriales se han calentado y cocinado historias, anécdotas, momentos imborrables.
La cocina “económica” alimenta con su calor la cocción perfecta de un estofado de ciervo de más de cien kilos cazado apenas hace unos días por uno de los trabajadores del lugar.
Al lado, una olla de arcilla cocida (de las típicas del norte argentino) mantiene el agua hirviendo para que a ella lleguen en cuestión de minutos los fideos caseros.
“Ya esta todo listo. Ahora recorramos la casa...” dice Daniel
El gran árbol familiar
Las fotos en las paredes van armando un infinito árbol genealógico que se mantiene vivo y que abarca no solo la historia de La Paz sino también al surgimiento de provincia de Entre Ríos y a la mismísima Argentina.
Y no exagero para nada.
Por momentos, empiezo a escuchar apellidos (los Crespo, los Raspini, los famosos Kennedy…) y entiendo como se fue armando Argentina, como el campo y sus inmigrantes llegados sin nada fueron armando ciudades y luego estas ciudades crecieron, progresaron, se desarrollaron y como esos años de prosperidad fueron dieron lugar a la mejor Argentina que tuvimos, muy lejos de la de hoy.
Pero no quiero hablar de políticos ladrones ni de sinvergüenzas pueblerinos ni que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el 510 y en el 2022 también, hoy por el contrario voy a enaltecer el paso del tiempo y el poder de la memoria en tipazos como Daniel que me señala una, otra, esas, estas, decenas de fotos y me cuenta la historia en cada una.
Eran otros tiempos
Me habla de tiempos de palomas mensajeras que el mismo vivió de chico, cuando el abuelo los traía al campo y la única forma de avisarle algo a la abuela que vivía en el pueblo era mandando un mensaje con la palomita que se habían criado en la ciudad y que volvería a su jaula desde cualquier lugar donde la largaran.
Me cuenta que otra abuela se quejaba de los yacarés que se comían las ovejas y me muestra fotos de esas bestias monstruosas y me viene a la mente que por el tamaño descomunal se podían haber comido también a la mismísima abuelita. Como en la fábula de Caperucita y el Lobo pero en la versión litoral.
Eran tiempos donde no había ni teléfono ni energía eléctrica y donde todo pasaba desde que el sol salía hasta que se escondía solo.
Me explica que décadas atrás el río Espinillo llegaba con más corriente y que había semanas en que llegaban sábalos gigantes y los esperaban surubíes de más de 50 kilos y dorados de más de 20 kilos para hacerse una panzada y que ellos veían el espectáculo desde la misma orilla, caña en mano por supuesto
Me cuenta también que ni bien llegaban a la estancia los grandes mandaban a los chicos a pescar la comida del fin de semana, y que en menos de media hora ya tenían 5/6 dorados de más de diez kilos y algún cachorro de no menos de veinte. Y que la pesca era distinta.
Un loco del dorado
Me asombro cuando me cuenta que en sus jóvenes 80 años pescó alrededor de entre tres mil y cuatro mil dorados, y que así se convirtió en un sabelotodo de esta especie y que un día empezó a leer libros de otro tipo que sabia tanto o más que él del dorado: ese otro tipo era nada más ni nada menos que Roberto Zapico Antuña y escribió El Dorado, una de las joyas que también perduran al paso del tiempo.
Y me muestra una foto de su “último” dorado pescado con mosca. “Mientras lo sacaba del agua, todo había sido tan perfecto, la presentación de la mosca, la clavada, la lucha, que me di cuenta que ese era el último….”, concluye.
Es emocionante ver su alegría eterna en la foto y sentir “con piel de pescador” que La Esmeralda es un verdadero museo vivo de la historia de la pesca deportiva en el río Paraná.
Una de las verdades que atesora La Esmeralda para quién se llegue hasta aquí, donde vieron el flash los dorados y surubíes más grandes de estas orillas, y se los puede ver en vivo y en directo, inmortales, en las cientos de fotos que cuelgan de las paredes del lugar.
Los Kennedy, la historia eterna
Dejamos la pesca y lentamente nos vamos metiendo en otro de los tesoros del lugar: la historia de los famosos hermanos Kennedy y de su épica revolucionaria. De héroes a villanos. O casi…
Y también, hay fotos, decenas de libros sobre el tema, cartas, objetos, reliquias de esos tiempos que aún hoy dividen a la ciudad de La Paz, Entre Ríos y también al resto de la Argentina.
Una foto muestra como a metros de la estancia la aviación argentina bombardeó desde aviones biplanos por primera vez dentro de territorio argentino.
Sí, aquí mismo.
Me cuenta que al principio ( y nos reímos porque hoy todo sigue siendo igual) la prensa local y provincial apoyaron la gesta de los Kennedy inmediatamente y qué en cuestión de horas eran los enemigos de todo el pueblo, de la provincia y del país.
Reflexionamos que tuvieron la mala suerte de no morir en su hazaña, que en su huída cruzaron a Uruguay a nado y que terminaron pobres perdiendo todo y que su levantamiento terminó siendo “el único” de los planeados por los radicales yrigoyenistas de aquellos años.
¿Sí en un gobierno democrático algunos ciudadanos se levantan contra un golpe de estado… ¿qué son? ¿héroes o villanos?
Pero esa es otra historia a metros de La Esmeralda, “una muy buena historia” que pronto también contaremos.